Recuerdos de un eterno retorno
Palmira OYANGUREN
Koldo Urdangarin Abalabide murió a fines de 2005 en Santiago de Chile, muy lejos de su querida Euskal Herria. Este hombre amable, de palabra sincera y ojos chispeantes quiso plasmar en un libro - Desde el Goierri hasta el Desierto de Atacama - su historia, que como la de otros tantos vascos venidos a América, verdaderamente es digna de una novela.
Koldo Urdangarin Abalabide. Nostalgia, añoranza, morriña, melancolía… palabras que viven, respiran y crecen en la diáspora. Al escuchar a quienes han debido partir de su tierra, inmediatamente comienzan a resonar ecos de un paraíso o de un lugar detenido en el tiempo. Aunque es muy fácil correr este velo y encontrarse con la “realidad”, en ciertas ocasiones sólo apetece prestar oídos a nuestros viejos. Desde el Goierri hasta el Desierto de Atacama, es un buen ejemplo de lo anterior, donde los recuerdos se confunden con ensoñaciones.
Quizás inspirado por su tío, Miguel Mari Arrieta – ciego que con sus cuentos e historias en euskera paradójicamente le mostró un mundo repleto de magia- Koldo Urdangarin Abalabide decidió contar la historia de su “tribu”. El libro comienza con la partida desde Segura de su tío Iñaki, hermano de su padre Cándido, quién por la fuerza del destino tuvo que dejar el caserío y partir a lejanas y desconocidas tierras. Con un saco al hombro y tambaleándose aún por los embates de la mar, Iñaki desembarcó en el Puerto de Antofagasta en noviembre de 1906. Luego de un sinfín de anécdotas y correrías se estableció en el norte de Chile, puntualmente en el Desierto de Atacama, el más seco y árido del mundo. Creó su propio negocio y trajo al país a toda su familia. Así comienza un interminable ir y venir. Por esas casualidades, Koldo nació en Antofagasta, el 30 de enero de 1927, sin embargo, toda su juventud la vivió en Euskadi. Dejémosle hablar a él: “Hernani 1934. Los acontecimientos que relato me sitúan hace sesenta años en el otoño-invierno de 1934 en el Caserío Diustegi de Hernani y empiezo a darme cuenta que me estoy moviendo en ese territorio mágico de la infancia y evocando una edad en que gozamos de una íntima unión con la naturaleza y sus personajes.
Mundo feliz aquél en que no conocimos ni por asomo el aburrimiento y sabíamos siempre dónde encontrar un amigo para jugar. Tenía en aquél tiempo 7 años de edad y era un híbrido entre ume-kale y baserritara. Amatxo me envió al colegio de Lekaroz donde hice todo el bachillerato. Los paseos de principio y fin de año al valle del Baztan y esas visitas a la colina de Amayur en cuyo castillo inmolaron su vida los bravos navarros, no los puedo olvidar. Empezamos a transitar en la juventud: puros proyectos y posibilidades (todas abiertas); avanzando hacia el lugar que ocuparíamos siendo adultos, sin siquiera sospechar que ese sitio no estaba en Euskalerria. Al término del colegio y de la universidad llegó el momento ineludible de tomar una decisión y un camino. Ese fue uno de los momentos más difíciles y dolorosos de nuestras vidas”.
Otra vez en Chile
La madre de Koldo, Manuela Abalabide Arrieta, convirtió su vida en un continuo hacer maletas al unir su destino a Cándido Urdangarin Balanzategi. En 1950, ya viuda, decidió partir nuevamente a Chile. Al poco tiempo, sus hijos mayores siguieron sus pasos. “A mi hermano Ernesto y a mi, Koldo, aunque de la estirpe americana de los Urdangarin, nos seguirá penando África y tenemos que exiliarnos en América, él en 1951 y yo al siguiente año el 6 de enero de 1952. Me llamaron a quintas cuando me encontraba trabajando en el Hospital San Antonio Abad de San Sebastián en el verano de 1951, bajo la dirección del profesor Dr. José Beguiristain; lo que me obligó a huir el 6 de Enero de 1952, disfrazado de pescador, ocupando el hueco que me dejó alguien, con el remo al hombro y cantando el Boga-boga al pasar frente a la guardia civil y a la policía de frontera, para ocupar un puesto en el bote y desembarcar todavía obscuro en Hendaya. Vinimos a reparar en el trance decisivo de nuestras vidas cuando a bordo del buque asomó en el horizonte la Línea del Ecuador, en nuestro viaje a América.
Cándido haciendo guardia en la guerra contra Add-El-krim, Melilla.
Llevábamos con nosotros semillas mineras y valores euskaros y la sociedad chilena nos acogió y además abonó el terreno donde pudieron fecundar, dándonos oportunidades para trabajar y triunfar. ¡Al fin, todos en América! (como los baserritarras de Madeleneko-errota de Segura hace 30 años), viviendo y trabajando y otra vez soñando y llorando, pero ahora de nostalgia”.
El escenario al que volvieron es el Desierto de Atacama, que cubre los 600 kilómetros más áridos del planeta. Un paisaje totalmente diferente a Euskal Herria. Lugar donde el viento se ha dedicado a esculpir extrañas formas pétreas y desoladas que contrastan con el cielo celeste de la diáfana atmósfera del altiplano. Donde los flamencos rosados, los camélidos, las fumarolas de aguas burbujeantes que emergen desde las entrañas de la tierra, parecieran salir de la imaginación de un dios enloquecido.
Se encontraron también con quechuas, aymarás, atacameños… pueblos originarios que habitan esta zona del país y por los que sintieron el más profundo respeto. Creyeron que cargaban con una deuda histórica y si bien en un primer momento se consideraron tan distintos a estos grupos humanos, a poco andar hasta se pudieron mirar en ellos. Pueblos milenarios, con una cultura e idioma propios, muy cercanos a la Pachamama o Madre Tierra o Amalur; culturas campesinas, la de Koldo verde y húmeda y la de ellos seca y gris, pero con un ingrediente común de soledad y silencio. Hasta sus primitivas lenguas les trajeron alguna reminiscencia. “Allí escucha hablar preferentemente dos idiomas, el quechua y el aimará y cuando oye éste último, queda como embelesado, pues es tan dulce que parece lengua de ángeles; esta lengua construye la frase como en el euskara, dejando el verbo al final, tiene también cinco vocales, no posee géneros y presenta una gran riqueza de sufijos. Lo más importante es que este idioma se está recuperando, lo hablan más de un millón de personas, existen profesores aimara-parlantes y muchos niños ya son bilingües”.
Se cierra un ciclo
Finalmente Koldo se quedó en Chile, formó una familia y labró una exitosa carrera profesional. Trabajó en el norte del país en el hospital de Calama y Chuquicamata y en Santiago, desde 1966 a 1995, en los servicios de Traumatología y Ortopedia de otros hospitales. Fue profesor de la Universidad de Chile, participó en varios congresos, cursos y seminarios; formó parte de la Sociedad de Traumatología y Ortopedia Chilena desde 1964 y de la Sociedad de Traumatología y Ortopedia Latinoamericana e hizo más de veinte trabajos científicos sobre este tema.
Luego de jubilar, decidió retirarse al campo y dedicarse por completo a su lechería, ubicada en la zona rural del Noviciado, cercana a la ciudad de Santiago.
“Y ahora de regreso a casa, en la capital de Chile, dedicado de lleno a mis quehaceres; durante la mañana en la Clínica Traumatológica y por las tardes en el fundo situado en el sector Noroeste de la capital. Pienso, respondiendo algunas de mis interrogantes, que nuestras semillas baserritarras germinaron tardíamente, pero nos condujeron, después de múltiples batallas a nuestras raíces y su herencia: de regreso a la tierra; y me encuentro otra vez, 60 años después, cuidando vacas y evocando una edad en la que gozamos de una íntima unión con la naturaleza y sus personajes, cuyos ecos son cual lejanas y queridas campanadas.
Y...quizás ahora, acercándome al final del viaje, pueda reconocer que aquellos momentos vividos en la infancia no fueron tan sublimes, seguramente comunes, pero estaban tan llenos de magia y espiritualidad que su hechizo aún perdura; a tal extremo que, cuando paseo por el fundo y de repente me detengo frente a unas matas de menta, el espíritu dormido se agita y me transporta al segundo piso de Diustegi a donde jadeantes subíamos para abrir las ventanas mágicas y ver al tío Miguel Mari perderse camino al Onyi, mientras aspirábamos el perfume y aroma que allí dejaba la escoba de menta con que tía Dolores aseaba nuestro cuarto”(Extracto del relato: “Un Irrintxi en la Antártica” de Koldo Urdangarin Abalabide, febrero, 1998).
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